Cuando la acción ética es una actuación hipócrita
Nos consta por experiencia que la gran mayoría
de los individuos muestra al exterior una manera de ser y de actuar que
generalmente no coincide ni guarda coherencia con lo que efectivamente es y
siente en su interior. Así, vemos que se proclama la necesidad de decir la
verdad, de ser tolerantes, de ser justos y honestos, pero que en el fuero
íntimo de la persona tales valores no tienen vigencia alguna ni poseen la
vitalidad de la íntima convicción.
Por eso, los hijos suelen presenciar en sus
padres esa perniciosa dualidad e incoherencia, que los lleva a serias
confusiones, con consecuencias no deseadas en el futuro. De igual manera,
observamos no pocas actuaciones aparentemente sinceras en la relación
docentes-alumnos, jefes-colaboradores y en las diferentes ocasiones de
encuentros entre familiares, amigos y conocidos y de los que no se excluye, a
veces, a la misma pareja.
Esto explica la dualidad de quienes proclaman ciertos
valores éticos y hasta parecen ser honestos en la vida de relación, pero que en
su intimidad transgreden inexplicablemente tales valores. Surge, entonces, la
necesidad pedagógica de indagar las causas de las grandes contradicciones que
acabamos de señalar. Nos limitaremos a mencionar, más allá de la configuración
dual de la naturaleza humana, la forma como se educó el sujeto en las
diferentes etapas de su vida. Pues la génesis de tales incoherencias surge del
desacierto sufrido durante el aprendizaje realizado en el pasado.
Por tal razón, habría que indagar
cuidadosamente cómo aprende el niño a resolver la lucha generada en su vida por
las tensiones entre lo que quiere hacer caprichosamente y lo que debe hacer,
entre lo honesto y lo deshonesto, entre la virtud y el vicio. Pero ocurre que,
en lugar de ayudarle con paciencia a comprender dicha lucha, tanto los padres,
como los docentes y la misma cultura apelan, de manera simplista, apresurada e
impaciente, a un catálogo de prohibiciones y recomendaciones que buscan en el
niño el acatamiento rápido y sin discusión ni análisis crítico de las mismas.
Este acatamiento sin convicción prepara el
camino de la actuación externa y del disfraz para lograr la aceptación y la
aprobación de los mayores, en el caso del niño, o de la comunidad, en el caso
de algunos adultos. Si bien, en tales casos, la conducta del sujeto aparece
honesta y correcta, en realidad su intencionalidad busca conformar a quienes
esperan el comportamiento deseado y aceptado por la lógica de los prejuicios
impuestos. Por eso, es necesario indagar más a fondo esta situación, que tiene
alcances adversos en la vida íntima de las personas.
En tal sentido, debemos señalar la diferencia
entre una actuación honesta y el ejercicio consciente de la honestidad como
tal. Sería la diferencia entre la apariencia de lo que mostramos y la realidad
de lo que efectivamente somos. Lamentablemente, muchos creen y están
convencidos de su honestidad por el mero despliegue externo de una actuación
aprendida rutinariamente, al punto de no
advertir la apariencia de una conducta que finge honestidad. Así, unos actúan
como sinceros, otros como justos y ecuánimes, otros como tolerantes y
flexibles, cuando en realidad harían lo contrario si las circunstancias y la
ausencia de control externo permitieran y dieran lugar a la mentira, a la
inequidad o a la intolerancia y rigidez.
De allí que responder con la conducta externa a
una situación ejerciendo cierta tolerancia o paciencia hacia los demás, podría
significar haber dado una respuesta acertada ante un hecho, pero de ninguna
manera podría implicar, por la respuesta en sí misma, tener la virtud y la
capacidad para ser honesto, tolerante o paciente. Si ocurre esto, podría
tratarse de una conducta automatizada, en tanto que no fue adquirida por un
aprendizaje consciente, sino por automatismos inculcados que impidieron la
íntima convicción acerca de la actuación correcta.
Dichos automatismos son los recursos que la
cultura familiar, escolar y social emplea para garantizar la conducta
considerada honesta o correcta para la convivencia social. Pues es muy probable
que quienes actúen de esa manera hayan aprendido por vía de imposiciones, bajo
las presiones de un temor implacable o de la conveniencia interesada. El efecto
inmovilizante de tales presiones no
admite el cuestionamiento crítico y consciente y convierte al sujeto en un mero
autómata. Por eso, ser honesto por temor o conveniencia, en realidad no es ser
honesto.
Si a lo largo de la vida el edificio del comportamiento
ético no partió de la íntima convicción, la conducta ética del presente no es
tal; será una burda actuación “ética” promovida a instancias del temor, de la
conveniencia o la costumbre. Más aún, el catálogo de prohibiciones e
imposiciones que se fue adquiriendo a través de las etapas evolutivas a modo de
yuxtaposiciones forzadas, configura el historial cognitivo y psico-emocional
del sujeto, provocando comportamientos aparentemente autónomos, al modo de una
actuación “virtuosa” sin contenido consciente.
Esto nos lleva a pensar que en la construcción
del edificio moral del sujeto, éste no intervino; simplemente fue un receptor
pasivo de normas y valores sin el aval de la íntima convicción. Si no se educa
desde la íntima convicción, las imposiciones, las amenazas, la conveniencia,
serán yuxtaposiciones alejadas de la conciencia, donde el comportamiento ético
no es tal, sino una mera actuación. Esto explica la endeblez de las
convicciones aparentes y las contradicciones del comportamiento humano.
De esta manera, nos acercamos al núcleo
esencial de la conducta ética, que proviene de una capacidad conscientemente
creada que le confiere contenido a un comportamiento que emerge de la íntima
convicción. Ya desde temprana edad, es posible conducir al niño a la íntima
convicción del comportamiento moral, siempre y cuando se respeten sus tiempos
de aprendizaje y asimilación de los valores. En tal caso, el niño no actuaría
por la presión de los estímulos perniciosos del premio y castigo y aprendería a
lograr con autonomía la íntima convicción acerca de la actuación correcta.
De ello surge la necesidad de revisar si
nuestra conducta, actitudes y comportamientos acertados son verdaderas
capacidades conscientemente adquiridas o meras respuestas y actuaciones automatizadas
por la costumbre o la conveniencia. Arriesgando una hipótesis polémica, quizás
habría que desarticular el andamiaje proveniente de la imposición y el temor
que, lejos de generar una conducta honesta válida, lleva al sujeto a una
actuación cuyo automatismo lo convierte en un actor vacío y sin libreto propio.
Es lo que pensaba con mi psicologa hace dias..la hipocresía se instala, porque de otro modo, no se puede adaptar uno a determinados ambientes, ni permanecer en ellos..ni subordinarse, ni coordinar en grupos...Si hubiera lectores de mentes, seria un caos!El tema es como lo naturaliza un niño, que siendo puro..se empieza a contaminar de estas cuestiones y se confunde..Un tema complejo de abordar.
ResponderBorrarHola Laura, me gustaron tus reflexiones y aportan otras perspectivas que, en los casos críticos que señalas (la dificultad de adaptación al ambiente vigente y la contaminación con la que el niño se ve expuesto), nos va a llevar bastante tiempo para llegar a un punto de equilibrio.
ResponderBorrarEsto nos obliga, quizás, a no descuidar nuestra evolución y a seguir buscando en medio de la oscuridad.
Saludos