Liberación mental desde la propia corrección
En estricto sentido pedagógico, toda sanción conlleva la idea de la corrección. Pero para que haya corrección debe haber aprendizaje. Cuando un padre aplica un castigo, no lo hace por desahogo o venganza, a pesar del fastidio de la acción incorrecta. Salvo las excepciones burdas, ligadas al descontrol de la mente, todo padre considera a la sanción o castigo que aplica a su hijo, el medio más adecuado que en ese momento tiene a su alcance para lograr aquello que considera más importante para él: la toma de conciencia y la posterior auto-corrección de su conducta.
El sentido pedagógico y el alcance ético, social y cultural de toda sanción, pena o castigo conllevan la reversión de un modo de ser incompatible con los valores, la convivencia y, en ciertos casos, con la misma dignidad humana. Que el niño y el joven logren tomar a su cargo y hacerse responsables de manera consciente de sus descuidos y negligencia, se convertiría, en tal caso, en uno de los logros más satisfactorios para cualquier padre o docente. Cuando esto ocurre, la misma familia y escuela experimentan la sensación de una liberación psico-emocional paralela a la alegría que produce el nuevo estado adquirido mediante la reversión consciente de la conducta que provocó un daño propio o ajeno.
Por eso, toda sanción debe evitar el reduccionismo del desahogo emocional, dado que la validez de su aplicación contiene un elemento ínsito y connatural, que es la toma de conciencia y la reflexión sincera. De allí que, pedagógicamente considerada, toda sanción es válida si garantiza la posterior auto-corrección del infractor. De lo contrario, la pena adquiere una fisonomía propia y queda circunscripta al estrecho límite del castigo como represalia. Esto ha de exigir la auto-evaluación sincera, responsable y objetiva de quien está en condiciones de aprender de sus actos fallidos.
En tal sentido, todo educador debe superar las perspectivas mecanicistas y garantizar que la sanción conlleve por sí misma la reversión del pensar, del sentir y del actuar por vía de auto-corrección. Si la auto-evaluación se visualiza como medio para tomar conciencia y corregir conductas fallidas, ello evitaría que la acción de corregir sea colocada en el plano de la revancha, del desahogo o la venganza. Sería, en este caso lamentable, darle a la sanción una entidad autónoma y caer en una suerte de ontologización de la pena.
Aplicar una sanción sin el respaldo de un programa o propósito que permita nuevos aprendizajes, nuevos modos de pensar y nuevos modos de vivir por parte de quien todavía se encuentra en la inmanencia de una conducta disfuncional o incorrecta, implica el cumplimiento de una medida muy tosca y primitiva. Las actuales discusiones acerca de las penas y sanciones escolares, por ejemplo, son una suerte de ilusión y hasta un infantilismo intelectual, ya que se carecen de programas orientados a la reversión de las conductas y actitudes y a la mejora personal mediante una corrección inteligente y conscientemente decidida por el propio involucrado.
Mientras no se rescate el sentido formativo de la sanción, las reglamentaciones y códigos de convivencia se convertirán en el catálogo universal para uniformar y atribuir ingenuamente un nomenclador que, por ausencia de acción formativa, seguramente reproducirá nuevos comportamientos reñidos con la convivencia. Sin desconocer la complejidad de esta situación, se hace necesario llevar a cabo procesos formativos desde un paradigma educativo no adscripto a planes y programas formales y sin valor evolutivo para quienes deben empezar a ver la vida propia y ajena de manera más colaborativa, solidaria y constructiva.
Por tal razón, la evaluación conscientemente llevada a cabo por el propio sujeto, debe ser la oportunidad de la corrección inteligente y eficaz. Sin este sentido formativo, toda sanción sería un proceso estéril que podría alimentar el espectáculo del desahogo, practicado por docentes o padres sin paciencia y sin recursos metodológicos para lograr objetivos de superación.
Si bien este proceso es difícil y complejo, es el trayecto insoslayable para quien quiera y aspire a recorrer un camino de mejora y superación personal. Muchos podrán recorrerlo; otros no querrán por mero egoísmo o comodidad, otros quedarán atascados en sus deficiencias y se verán impedidos para lograr su propia mejora por carecer del conocimiento de sí mismos.
Ayudar a los niños y jóvenes a conocer sus capacidades y talento y, al mismo tiempo, fortalecer la mente de quienes con su falta de voluntad hicieron de ella un ámbito vacío y negligente, constituye el hilo conductor de un proceso formativo tendiente a la reversión y transformación personal. Ello les permitiría verse a sí mismos de otra manera. Si ello es posible, el talento que cohabita en el interior de cada individuo prevalecerá sobre la misma sanción para convertirla en un medio formativo que podría promover constructivamente la propia superación.
En esto radica el nudo fundamental de la discusión actual acerca de las penas, castigos y sanciones con los que la sociedad se encuentra sensibilizada y a flor de piel a raíz de los intentos y proyectos relacionados, entre otros, con las calificaciones, promociones y exigencias disciplinarias a los estudiantes.
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